Esta mañana El Cassette Grabao recibió un extrañísimo paquete prendido en fuego. Le pegaron la manguera y notaron que estaba sellado con cera. Al observar con detenimiento el inusual sello, se percataron de que tenía el 666 inscrito, y bajo esa numeración un nombre que les heló la sangre: Luke Warm. Sin saber que hacer, montaron el paquete en el carro y a toda prisa fueron al rincón más inhóspito que encontraron, dejando el paquete y toda su maldad allí. La cosa es que cuando regresaron a sus casas y entraron al blog, se encontraron con esta lista, firmada por el mismísimo Luke Warm.
La primera vez que jugué Ouija fue con Angélica, a mi me dijo nada el tablero aquel, a ella le dijo de todo. “No lo estoy moviendo te lo juro.” Algo especial tendría ella, sus manos delgadas, para convocar a los fantasmas parlanchines que todo sabían, contrario a los mudos míos.
Una vez tuve una novia sonámbula. No hay nada gracioso en eso, en levantarte a media madrugada y ver a alguien que duerme contigo susurrándole de pie a nadie, sabiendo atravesar a oscuras todo la casa sin tropezar.
Por razones obvias la casa de miedo de la Feria nunca me dio ni un sustito. Los vampiros de goma, los fantasmas con sabanas llenas de algún tipo de aceite de motor, el olor ese a calentón, a fricción y metal de maquinaria, el chasquido de huesos plásticos mas que asustando como si tiritaran de frío. En cambio el carrusel era el eje de mi pánico. Siempre en la fila me comía las uñas hasta la carne, disimulando el nerviosismo de ser el último que escogiera su caballito, al que le toca el que no sube ni baja. Me tocó tantas veces ser el que queda viendo la mueca triste y quieta de sus bocas, girando inmóviles sobre un fondo que a cada vez mas se volvía borroso entre el ruido de las machinas y la gente que sugerían entre gritos y risas el relinche que le faltaba a esa corta estampida. Eso por alguna razón siempre me aterraba, que el mundo de vueltas y que sea el único estático que no las de con él.
¿No te pasa eso? ¿Qué no crees en los fantasmas mas que cuando estas solo en la casa?
Nunca me gustaron los field days, nunca fui rápido ni ágil. Detestaba en especial dos cosas, primero el juego de las manzanas, por el que siempre sentí un particular asco al tener que meter mi boca en ese balde de agua donde ya otros habían hecho gárgaras dejando saliva en aquello que ahora era un pequeño mar de malos hábitos de higiene, en el que ahora sumergía mi rostro a ciegas tratando de morder aquella escurridiza boya roja que antes otros habían tratado de atrapar dejando la superficie de aquella fruta ligeramente, si no terriblemente, mordisqueada. El día de humillación pública y demostración de insuficiencias no estaría completo claro sin la segunda de las terribles tareas herculeanas, la jodida carrera del saco, donde claramente no se trataba de ver quien llegara a la meta sino de esperar inminentemente la caída de alguno, si no varios, de esos niños, que hacía apenas unos dos o tres años no caminaban y ahora se nos pedía que avanzáramos lo mas rápido posible hacia la meta, dando saltos con ambas piernas aprisionadas entre un montón de tela rasposa a la vez que padres y demás compañeritos reían, burlaban y gritaban inmisericordes como incitando el desbarranque de la manada. Mi tío con sus películas de Freddy Krugger succionando gente a través de la cama no ayudaba a mi miedo a la carrera aquella, ni las historias de abuela, que para que no saliera de la casa decía que había un señor que andaba con un saco llevándose a los nenes. Siempre antes de meter el pie en la bolsa aquella le pedía a mi mama que mirara con cuidado, no estuviese un viejo barbudo esperándome en el fondo.
A los ocho años vi morirse a un tipo, Chino Pepe le decían, fue en el Viejo San Juan, frente al callejón que da al boulevard mirando a las palmitas. Lo vimos todo, el carro rojo aquel acelerando hacia la huida mientras disparaban no se cuantos tiros. Justo cuando salía con mi amigo Charlie y su papa Don Carlos de la tiendita, a una distancia de menos de veinte pies, tan cerca que pensé me salpicaba la sangre que veía salir. El Chino no grito, no dijo nada, se aguanto en un principio de la mesa y rápido se dejó caer, estuvo buen rato, mas de diez minutos, tratando de coger el aire ocasionalmente tratando de mirar a cada lado, moviendo su cabeza como queriendo verse las manos. Recuerdo luego que llegó su mama, con una cojín anaranjado, la tía subiéndole la cabeza, ambas llorando encima de él mientras trataban de despegarle la cabeza del suelo. El mar que choca con la Perla no se escuchaba contra el océano de gente que rodeaban el cuerpo, haciéndole de cortinas. El cojín naranja fue lo último que alcancé a ver entre las muchas piernas aquellas mientras nos agarraba Don Carlos a mi y a Charlie echándonos en hombros. No se si sea así con todos los muertos, pero unos minutos antes de irnos, cuando dejó de respirar, se trincó primero echándose a un lado, luego como que se estiró y ya no se movió mas. Siempre que escucho a alguien decir, “estiró la pata” recuerdo del olor a pólvora, Chino con su camisa llena de agujeros, el sonido de las mujeres llorándole, su cabeza sobre el almohadón naranja y el bachecito espeso aquel, mas marrón que rojo alrededor de las costillas.
0 comments:
Post a Comment